ÁNGEL M. GREGORIS.- Es miércoles y en la calle llueve. Llueve muchísimo, pero solo a ratos. Luego para. El tiempo está raro. Como el planeta, que se está sanando. Como las horas, que siguen contando minutos y segundos, pero cualquiera diría que están detenidas desde el 14 de marzo. Como todos. Estamos raros. Son las 6 de la mañana y en casa de Mónica no suena el despertador. Desde hace semanas ya no lo necesita. Es raro porque se confiesa “muy dormilona”. Pero sí, todo es raro ahora.

No consigue dejar la mente en blanco y, por ende, no logra descansar del todo. Aunque ya lleva un rato despierta, ahora es el momento de levantarse para comenzar un nuevo día. Lo hace sin armar jaleo. Su pareja sigue durmiendo. Se marcha a otra habitación para cambiarse de ropa y después se toma 10 minutos para desayunar. “A esa hora apetece poco comer, pero hay que coger fuerzas, así que intento preparar algo lo más sano posible y que me dé energía”, cuenta.

Un viernes a las 8 de la tarde ella y sus compañeros recibieron un mensaje en el móvil: “Necesitan voluntarios de urgencia para atender a los pacientes de Ifema”.

“Me puse a llorar como una magdalena”, recuerda.

Mónica tiene que ir al vestuario a prepararse antes de entrar en el pabellón.

Eran lágrimas de respeto, nunca de miedo. Lágrimas de no saber dónde se iba a meter y aun así, tener claro que su respuesta era un sí. “Como enfermera comunitaria ahora la comunidad nos necesitaba y yo iba a estar ahí”. Sin saber las condiciones ni lo que se iba a encontrar, aceptó. Ella y otras 330 compañeras de Atención Primaria que cambiaron su vida de forma radical sin pensarlo para ayudar en la lucha contra el COVID-19.

Poco antes de las 7 ya está lista. Tiene que salir pronto de casa porque antes tardaba 10 minutos en llegar a su centro de salud, en Móstoles, y ahora le cuesta media hora. Media hora de coche para seguir pensando. Recordando cómo fue el día anterior y presagiando cómo le irá este que está a punto de empezar. No hay casi tráfico, así que llega puntual. Aparca, abre la puerta, mira al fondo y suspira. “Otro día más”, piensa. Y sonríe. “Todo irá bien”, se dice a ella misma.

Vencer

Con las ganas de vencer, el respeto a lo impredecible y la adrenalina que produce una situación como esta, Mónica entra con paso firme y recorre los 6 o 7 minutos que hay desde la entrada hasta el lugar habilitado para recoger el pijama limpio. Durante el camino, en el que el Sol comienza a asomarse tímidamente porque la lluvia y las nubes están ganando la partida este día, suena un hilo musical que poco ayuda a levantar el ánimo. “Ahora hay una fila por cada talla de pijama y así es todo más rápido; los primeros días…”, comenta. Los hay blancos o naranjas. Hoy le ha tocado blanco. La verdad es que los naranjas recuerdan muchísimo a los que llevan los presos en las cárceles estadounidenses. Por eso, muchas se acercan pidiendo, “si fuese posible”, el blanco. Con el pijama en la mano, sube hacia los vestuarios, ahora también mucho más organizados, para cambiarse y dejar sus cosas en una taquilla. A menos cuarto tiene que estar preparada para realizar el cambio de turno con las compañeras que salen de noche y comenzar, ahora sí, el día. “Primero hablamos con las coordinadoras y nos dicen en qué control estaremos, luego hacemos el pase de parte y, después, empezamos la atención directa con los pacientes”, explica.

Nada tiene que ver el aspecto que tienen ahora los pabellones con lo que se encontró Mónica en su primer día. En las últimas semanas estaba ubicada en el número 7, que cerró dos días después de la entrevista por reagrupación de pacientes en el 9. Muchas de ellas continúan en este y otras han vuelto a sus puestos en los centros de salud. El 21 de marzo, sin embargo, en el pabellón 5, todo era distinto. “Ese pabellón era sobrevivir. Teníamos que pasar por el túnel para vestirnos y cuando ya estabas dentro, mirabas todas las camas, respirabas hondo y te empujabas tú misma a empezar”, señala. Incluso a lo largo de cualquiera de esos días, reconoce que había momentos en los que necesitaba sentarse para calmarse y poder continuar. “Lo que se ve ahora es un hospital de campaña organizado, lo de esos días era un hospital de guerra; entrábamos y la sensación era…”. No tiene ni palabras para describirlo, pero sí elogia el gran equipo que hicieron desde el principio. “Todos nos hemos ayudado, si teníamos que buscar medicación en una caja de cartón, la buscábamos, corríamos, nos animábamos y sacábamos el trabajo adelante”, asevera.

Buen ambiente

Ahora eso ha cambiado. El buen ambiente es el mismo, pero la sensación de angustia ya no. Tras ponerse el pijama y bajar a su pabellón, vestirse con el equipo de protección, las calzas, el gorro, la bata, los guantes, la mascarilla y la pantalla, Mónica ya está dentro, preparada para todo lo que pueda venir. Ella, junto al resto de compañeros de su módulo, tienen a su cargo a 50 pacientes, a los que hay que atender, ayudar y, sobre todo cuidar. Cuidar en una soledad que es, sin duda, lo peor de estos momentos.

Los carteles en todo el recinto animan a los profesionales y pacientes a seguir luchando.

La enfermera va recogiendo las analíticas de aquellos que les han pedido los médicos, les toman las constantes para, a las 9, poder administrarles la medicación pautada. Entre tanto, uno de ellos le pide que se acerque y que le ponga el termómetro. Sólo quiere hablar un rato y estar acompañado. Quiere que Mónica le diga qué va a ser de él y le escuche porque tiene muchos miedos. “La parte humana aquí está siendo esencial”, dice. Se emociona porque ve que los pacientes tienen muchas dudas. “Nos dicen que somos su segunda familia y sólo quieren saber si se van a poner buenos”, subraya.

Preguntas que ni ella ni nadie pueden resolver o, por lo menos, no de la manera que el paciente querría. La incertidumbre es una de las banderas de esta enfermedad, que se ha saldado ya muchas vidas, quizás demasiadas, pero de la que se han recuperado muchas otras. La cara y la cruz de una moneda, que sigue azotando al mundo entero.

Cumpleaños

Un poco más allá del módulo de Mónica suenan aplausos. Es un cumpleaños. Tienen hasta globos y un papel escrito por las enfermeras y auxiliares que pone “Felicidades”. Mientras los sanitarios y el resto de los afectados rodean la cama y entonan la melodía del “cumpleaños feliz”, la paciente no para de agradecer el gesto con las manos. Incluso es fácil adivinar alguna lágrima saliendo de sus ojos. “El único contacto que tienen es vía teléfono y están solos aquí. Ya que están siendo días tan tristes, si podemos hacerles el cumpleaños un poquito más llevadero, que sonrían y se olviden de la enfermedad por cinco minutos, lo intentaremos”, dice la enfermera.

Eso es, cinco minutos de alivio que pueden cargar las pilas para todo el día. Pero tras el espejismo, vuelven a la realidad. Una realidad que les encierra entre biombos, sin luz natural y en un espacio que, mirado desde arriba, parece una maqueta de cualquier película de ficción. Y a pesar de todo, ni una palabra más alta que otra. “Todo son gracias y gracias. Gracias de ellos hacia nosotros y de nosotras hacia ellos”, dice la enfermera.

El día para ella es un no parar continúo de trabajo, que sólo se ve interrumpido por la megafonía que de vez en cuando lanza mensajes de ánimo para todos los que están allí y les recuerda “la necesidad de mantener la distancia de seguridad”. A las 12:00 de la mañana también suena el himno de España.

Área de ingresos

Por la parte de atrás del pabellón, el área de ingresos. Una sala de espera repleta de personas, que aguardan a ser ubicados en una de estas camas. Cabizbajos, cuando se les nombra, pasan junto al celador que los acompaña hasta el lugar que les han asignado. Lugar donde permanecerán los próximos días hasta que el test dé negativo. Sería imposible saber qué piensan ellos mientras hacen el camino hacia su nuevo hogar. Allí los espera Mónica y el resto de sus compañeros y compañeras. Toma de constantes, valoración previa antes de que venga el médico y darle la bienvenida. Muy importante. Que el paciente se sienta bien recibido es clave en días tan complicados.

La zona de ingresos en el hospital de Ifema.

A las 15:00 horas, Mónica se encarga de pasar el turno a los de la tarde. Otra Mónica, Cristina, David, Victoria, Antonio, Lucía… que se enfundarán en un traje limpio y continuarán con la enorme labor que se está haciendo en este recinto ferial, transformado en tiempo récord en hospital.

Terminar su jornada en Ifema no es sinónimo de poder relajarse. “Es imposible dejar la mente en blanco, llegas a casa y sigues pensando; te lees los nuevos protocolos que salen diariamente y sigues indagando nuevas alternativas para poder mejorar todo esto”, apunta. Ya se ha quitado la pantalla, los guantes, las calzas y el EPI. La mascarilla sigue con ella. Hay que guardar todas las precauciones. “Lo más difícil es no saber lo que va a pasar mañana, agobia un poco no tener la situación controlada; pero lo más gratificante es ver el apoyo de todos, cuando nos sonríen los pacientes o nos dan las gracias, cuando nos llaman nuestros compañeros desde el centro de salud para darnos ánimo. Nos hemos volcado desde los de abajo hasta los de arriba”.

Vuelta a casa

Se cambia de ropa y emprende el mismo camino que recorría hace casi 8 horas, pero con destino a casa. Ahora no llueve y la solidaridad de varios restaurantes y organizaciones han puesto a disposición de los sanitarios zonas con comida gratuita. El rincón de las hamburguesas de carne de wagyu es el que más fila tiene. Eso sí, con un metro y medio de distancia entre personas. Sándwiches, bocadillos y ensaladas también están a disposición de estos héroes sin capa, que lo han sido siempre, pero pocas veces se lo han reconocido. Mónica, por ejemplo, admite que han tenido que adaptarse diariamente. “Hemos aprendido a sobrevivir, a buscar recursos donde no los había y a salir de una situación difícil de la manera más humana posible”, comenta. Ellos desde allí, pero muchos otros desde los centros de salud, “que se han quedado siendo el muro de contención de la enfermedad”.

Y mientras Mónica abandona la Feria de Madrid, esa donde hace unos meses se exponían las mejores obras de arte contemporáneo o los países y comunidades de todo el mundo intentaban atraer en Fitur la mirada de unos turistas que ahora han tenido que modificar sus planes, sigue dándole vueltas a la cabeza. Un día más ahora significa un día menos y a las 8 de la tarde -confiesa- saldrá a aplaudir “por sus compañeros, pero también por los pacientes”. “Los aplausos están siendo como un himno nacional y nos tenemos que quedar con eso”, concluye. Vuelve a meterse en el coche. Sonríe. “Lo conseguiremos”, piensa. Y cierra la puerta.

El apoyo humano de los profesionales, imprescindible para los pacientes.